2.1 Parte 2


      -¿Qué dijo esa voz? -pensó Mistófelis- Ah, sí, dijo algo de Constanti, Constantinopla… o algo así.
Constantinopla era más grande de lo que Mistófelis se había imaginado.
      El barco se acercaba lentamente, meciéndose sobre el suave oleaje bajo un sol caluroso, impulsado por la suave brisa que empujaba las telas de las velas.
      Los pasajeros del navío, al ver la hermosa ciudad que comenzaba a aparecer a lo lejos, lanzaban gritos de emoción.
      Señalaban unos jardines, unas tiendas, el puerto; la cruz dorada que brillaba desde la cúpula azul de la iglesia de Santa Sofía y la estatua del emperador Justiniano sobre una columna altísima.
      -Es como un espejismo en el desierto -pensó Mistófelis y abrió sus enormes ojos amarillos para ver mejor. -Guau, digo miau, este lugar brilla, parece una ciudad mágica…
      Despacito, Mistófelis se fue metiendo entre las piernas de la gente y sin que nadie la viera bajó del barco y empezó a caminar por las calles de Constantinopla.